jueves, 24 de abril de 2014

Obsesiones del paraíso (no el paraíso de las obsesiones)

Les comparto esta visión pagana del Edén, y nuestra vieja africana Eva y Adán. Seguido de un poema que descubrí en una carpeta vieja q su existencia ni recordaba/sabía. Por eso pregunto, me debo a obsesiones ocultas que desconozco su origen e impacto? Serán los años de acólito cuando me robaba diez pesos de la limosna? O mis días de presidente de la Acción Católica Juvenil? Será que extraño esa identidad que la religión me daba con una parte de mi generación -aunque ahora me siento inmune a toda religión y de esa boba idea de Dios? Aquí soy ficción.



Edén

Cuando Eva y Adán partían del Edén, 
Dios, oculto en los arbustos, lloraba.
Henry Massiaen, El nacimiento de la soledad

¿Abel que haces? Tras los arbustos, Caín descubre a su hermano que espía a Eva recostada en un matorral, las piernas abiertas, y en cuclillas entre ellas Adán lascivo. –Está prohibido ver, espiar al padre. –Pues ya ves que no; veo. Eva ha dado a comer el fruto prohibido a Adán. –¿Cómo sabes? –¿Ves a alguien más en el edén? –No eres digno de tu padre Abel. -Tú tampoco, ¿dónde está tu madre? –Maldito -Calla, él viene. Los mancebos postran sus ofrendas. Abel inmola un cabrito de tierna leche. La grasa ensangrentada de sus carnes asadas se encima sobre todo perfume. -Señor, este es tu noble siervo, hete para ti esta carne blanda cuyo jugo arde en la boca y su bocado afila los dientes contra nuestros enemigos. –Ah, qué asco, apaga eso Abel, ¿cómo puedes matar y comer animales que son como nosotros? Señor tú que sabes que los sacrificios de sangre ofenden tu nobleza creadora. Recibe pues  esta ofrenda que alegra tu espíritu Señor, son jugos frescos y dulces de los campos que rodean el edén, mas allá de la cascada, y antes del muro de las piedras centelleantes, ¡yo mismo he colectado las frutas y sembrado sus semillas para que sus renuevos prosperen! ¡Mira qué colores señor! ¿Adivinas que perfumes brotan en tus labios al morderlos? -Eres un idiota, lo has molestado, ¡Se ha ido¡ -No dejaré que des a probar tu carne, ¡lo envenenarás de sangre! -¿Quieres que los descubra? Sabes lo que hará si descubre que Eva ha dado a probar su fruto prohibido? Ahora tu padre Adán es como dios, conoce lo bueno, lo malo y lo mejor. Mira cómo desprecia a los animales que lo rodean. Si dios los descubre los echará –¡No los echará del Edén, son hijos suyos! –¿Ah no? Eres un peor que un idiota, un ingenuo, me avergüenzo de llevar la mitad de tu sangre entre mis venas. -¡Calla! -¡Bastardo! -¡Calla!, ¡calla!, tú y esa ramera son solo advenedizos. –Ah, ¿llamas advenediza su creación? _Ella no fue cerada, es solo un  residuo de Adán. –¿Ahora tú blasfemas contra el padre? No discutiré contigo, sé quién eres. Con tal, no evitarás que pruebe mi holocausto. –Asesino. –Imagen, semejanza, los creo…



Mas tarde Caín escucha en los montes una voz que lo llama: “cuida a tu hermano, respondérasme de él y de lo que él haga; tuyas serán sus faltas y descuidos y tu vida la prenda que me darás en cambio de sus fallas”. -¡Qué has hecho! -Ayúdame hermano. –Hermano me llamas? No soy más la mitad que te pesa de tu sangre? ¿Qué hiciste? –Veía a Eva dar de comer el fruto a tu padre. ¡Ah, no dejaba de hacerlo! El señor se ha enfurecido con ellos –Y qué tienes que decir a ello, ¿acaso es digno de ti lo que has hecho? –El señor me ha visto y a través de mí los ha descubierto y ellos se esconden ahora pero no tardará en descubrirlos. ¡Su ira es terrible como las bestias que rodean el paraíso! Ayúdame Caín, está furioso. -Anda y vete a los montes y ofrece esta canasta en holocausto. Has que pruebe los frutos y las hierbas, eso amansará su cólera y menguará contra ti su castigo. –¿Y Adán, mi madre? -Yo los buscaré y hablaré con ellos, si llegan a verter su vergüenza en miedo descubrirán el acertijo que habita la serpiente. Anda y ve, sube al monte y clama. Entonces Caín bajó a los valles a buscar a Eva y Adán. Abel subió a los montes y en el camino vio un cervatillo y la muerte en los ojos de la bestia lo hizo olvidar. Lanzó una saeta que hirió el costado del ciervo hasta sangrarlo, y atado lo remontó al monte para ofrecerlo en holocausto. Al subir al monte vio entre unas peñas una íbice silvestre, hermosa y negra como la noche, entonces sintió deseos de tomarla y la acorraló y sujetó con jaras y fibras, la arreó hasta la cueva de las sombras luminarias y embesteció de ella hasta poseerla salvajemente. Cuando hubo concluido la degolló, la arrastró hasta el ciervo y en una piedra armó una hoguera donde separadas las partes los inmoló. Caín subió a los montes en auxilio de su hermano y al alcanzar la cima un olor a muerte coronaba aquel monte llamado Sinaí. Ahí halló Caín a su hermano Abel, frente a una piedra ardiente con el cuerpo cubierto de sangre. -Dios ha muerto, dijo. Abel clamaba: -¡Dios me llama, soy elegido! Caín escuchó que los montes bramaban. Entonces vio el holocausto y supo que dios había comido de él y la sangre ya jamás descansaría. Entre las brazas restos de huesos filosos como dagas formaban cruces ardientes y un centro vacío de rescoldos de siniestra forma y al pie de la piedra se podrían las hierbas y los frutos de su ofrenda. Caín tomó entre las manos una mandíbula roja de sangre y de fuego y la clavó en el costado desnudo de Abel, quien lanzando un grito doloroso desplomó al suelo lleno de sangre. Un estruendo abrió los cielos y en la cumbre del monte la voz retumbó infinita y poderosa llena de furia: “¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano reverbera la tierra como una herida eterna.” Caín bajó del monte y buscó en el edén a Eva y a Adán y les dijo –Debemos irnos, nada tenemos ya que hacer en el edén. El dios que los honra los busca para llenar de tiempo su venganza. Ahora que saben temen, y en su temor son también como él, dios no perdonará. Eva y Adán traspusieron la puerta que no tiene regreso y al volver la vista atrás vieron en la puerta a Abel en forma de ángel furioso llamado Gabriel –Eva dice Miguel. Caín les preguntó si sabían sembrar pero no respondieron. Eva caminaba llorando y Adán temblaba.

Montefalcón editorial, abril-MMXIV.


Y hace cinco años escribí este poemarodia :


La expulsión del paraíso según Adán y Eva


En sucio papel escribo
No tengo más a la mano
No quiero que se me olvide
Lo que quiero relatarnos

Adán en el mediodía
Dejó la sombra del agua
Subir al monte debía
Su oración, su canto, su alma

Su mujer no lo seguía:
Bajo un manzano acostada
una víbora desnuda
entre sus piernas mudaba

sus viejas escamas sucias
de tierra, resquebrajadas
y rozaba su tiesura
sus rosas dulces entrañas.

Adán escuchó gemidos
Al pie del monte: las piedras
al tocarlas escurrían
cual reventadas esferas.

Dio vuelta, bajó veloz
a la sombra del camueso
una manzana cayó
el ofidio salió huyendo.

Eva no se daba cuenta
que la serpiente huía
Y al extrañarla su coño
la buscó con mano fina.

Adán creía que veneno
su Costilla había probado
y se acercó a succionar
el líquido amortajado.

Eva entre ambas manos
Palpó una víbora ardiente
que descamó a sobadas
abajito de su vientre.

Adán no la desmintió
Para no desagraviarla
Y esperó hasta que ella dijo
Ay víbora, que me matas…

Dios los vio desde su cetro
Dijo: Hijos de la chingada
Que se vayan de este templo
De uvas, tapires, guayabas…

Desde entonces odia Dios:
Mujer, víbora, manzana,
y el hombre se ha hecho ateo
Porque se le da la gana.

Cuídate Adán desde hoy
de subir al monte solo
a tu mujer dale todo:
la espalda dásela Dios.


marzo2007lamaestranza.

martes, 7 de enero de 2014

Carmen

Una mañana cualquiera mi mujer comenzó a llamarme Efraín. Me dijo así: “Pásame la azúcar Efraín”, y yo le respondí como haría cualquiera, “yo no me llamo Efraín, me llamo José Carmen Samaniego Martínez”. A partir de entonces, y cada que se le antojaba, así me decía, Efraín esto, Efraín lotro, y yo además de encanijarme porque me llamara así, me ponía muy agobiado porque aquello podría significar que mi mujer se estuviera volviendo loca, o fueran síntomas de esa enfermedad de nombre raro y difícil, aljáimer, eso me preocupaba. Siempre que me llamaba Efraín yo le recordaba que yo no era Efraín, que yo era José Carmen su esposo, y ella parecía medio entenderme y si en ese momento me ocupaba me llamaba así, José, o Carmen, aunque Carmen no le gustaba porque decía que era nombre de vieja -así se llamaba su abuela, doña Carmen-, pero hay de dos cármenes, de mujer y de hombre, y mi nombre es de éstos. Luego volvía a olvidársele y me gritaba “¡Efraín, traime una toalla!” Y ahi iba yo, todo encabronado a llevarle la toalla. Todavía la canija me decía: “Acomódamela pues, que no me alcanzo”, y ya ni modo, me tocaba verla en cueros, con aquellas sus carnes ya maduras y redondas todavía macizas, olorosa a lubricidad de cuerpo recién bañado. “Sécame la espalda, brusco, que no me alcanzo”, y me restregaba todos sus cuadriles mojándome la pelvis, pero yo nomás de pensar que en cualquier momento me iba a decir otra vez el maldito nombre, de la muina que me causaba que me dijera así ahí nomás la dejaba, con la toalla terciada por la espalda y echando chispas de tan caliente. Me acuerdo de aquellas veces, cuando por las noches me llamaba y me decía pégateme tantito atrás, y yo la comenzaba a buscar, le lambía la orejita y le arremangaba la mano por entre las piernas y mero cuando estábamos ya bien entendidos salía con su batea de babas: “¡Ay, Efraín, que mano tan sabrosa tienes!” Y no pus se me bajaban las ganas hasta el suelo y me iba a echar al sofá a ver aunque fuera puros comerciales.
A mí, a decir verdad, nunca me gustó mi nombre porque parecía de vieja, así me decían de chamaco, que yo era vieja porque me llamaba Carmen, como Carmencita la churrera. Luego conocí josemarías, joseineses, y supe que mi tío Chon se llama Concepción, y entendí que los nombres no son solo de mujer, y me fui acomodando al mío. A más de algún necio le rompí el hocico porque no entendía y ya de grande se me quedó el Josecarmen, o Chemeno, como me dicen mis amigos. El tal Efraín fue alguna vez mi amigo, él sabía que yo le iba a hablar a Yola para novia, y el día del baile la sacó a bailar y del baile se la robó. Yola volvió a los tres meses ya con panza y diciéndole a los de su casa que Efraín iba ir a pedirla, que nomás que llegaran unos centavos que le mandaba del norte su hermano Santiago. Cinco meses después Efraín se casó con la hija de Lupe el de la tienda, y Yola se tiró a matar. Así perdió a su cría. Yo la busqué y luego luego le propuse que se viniera conmigo y ella, qué más, me dijo sí, “pero espérame tantito porque orita no puedo ser tu mujer”. Al tiempo nos fuimos acomodando, y ella se halló su modo ahí en la casa, pero aquella muchacha alegre se quedó para siempre en ese desgraciado baile. Así con el tiempo vivimos tranquilos, yo dedicado a hacer muebles, ella a la casa, pero a veces la encontraba callada, llorando a solas, y sabía que lloraba por aquel buey, pero ella me decía que no, “ya no tomes tanto, que va a pensar la criatura de ti, ¿así quieres que sea tu hijo?” “Pobrecita, decía yo, cree que tenemos un hijo”. Pero yo no tuve hijos de ella. Al cabo del tiempo nos fuimos haciendo grandes y un día de repente me comenzó a llamar con ese infeliz nombre, y yo, como saben, a preocuparme y hacerla entender que no, que yo no era, que yo me llamo José Carmen, José Carmen Samaniego Martínez, pero ella andaba mal, no dejaba de decirme así, “Efraín esto, Efraín lotro”, ¡y yo así no me llamo! Luego dejó de querer verme. Ahora ya nadie viene a visitarme, y sé que en la entrada preguntan por un tal Efraín, ¡pero yo no me llamo Efraín, por eso nadie me encuentra! Cuando quieras verme pregunta por mí, José Carmen Samaniego Martínez, cuarto 12, pabellón C, segundo piso.

dic23/ene14

(De Escatologías, Editorial Montefalcón, inédito, en busca de fondos para publicación).